Qué admirable es esa insólita
capacidad de la música de cámara para establecer un diálogo intensísimo entre
los intérpretes, de cuya inefable y manifiesta comunión se beneficia el público
en el seno de un recinto apropiado. Dicho fenómeno me parece especialmente notorio
cuando los instrumentos que intervienen son de la familia de la cuerda: en tal
ámbito quizá sea el cuarteto la agrupación idónea, la estructura más
equilibrada; la quintaesencia, acaso, de una perfecta geometría musical, a la
que los compositores han venido entregando sus mayores energías.
Pero
también el trío detenta esa suprema virtud: violín y chelo, entrelazados por la
voz de médium de la viola, producen una combinación de sutilezas equiparables. Y
si bien el número de composiciones y prestigio son menores frente al cuarteto, no
por ello el género deja de aportar algunas obras maestras a la historia de la
música, como el Divertimento en mi bemol
mayor, KV 563, de Mozart, única y sobresaliente aportación del salzburgués
al repertorio para trío de cuerda. Cabe señalar que el motivo de ese menor
interés de los autores —a partir de Haydn— hacia el trío con arcos es, probablemente,
el reiterado cultivo del mismo durante el Barroco, que indujo a considerarlo después
como práctica arcaizante y a su fructífera sustitución por el formato de trío
con piano (piano, violín y violonchelo).
A
propósito de la literatura camerística, el Mozart de la última etapa ofrece obras
de aquilatada estilización, que permiten —con todas las reservas— entrever los
sucesivos pasos que la vida le impidió dar. Incluso partituras como el
mencionado Divertimento KV 563, bajo el esquema a priori más liviano de la
serenata, revelan una trascendencia de la forma hacia la consecución de un calado
expresivo superior: véase, como ejemplos, su bellísimo, grave y acuoso adagio; la
trabada arquitectura de un movimiento inicial que no empaña su límpida escucha;
o ese soberbio planeamiento del ritmo que encontramos en el allegro conclusivo.
Y qué
estimulante es partir desde ese Mozart maduro hacia el primer Beethoven, pleno
de encanto y reflexión sobre la música antecesora: así sucedió en la velada que
propicia esta nota, sólo que en orden inverso a su cronología. En ese sentido,
es verosímil suponer que su Serenata para violín, viola y violonchelo en re
mayor, op. 8, tomase el modelo de la obra mozartiana citada, aunque ya he
escrito varias veces sobre cómo, dentro de los patrones clásicos de su primera
época, descuella ya el genio beethoveniano: su vivaz aire —por momentos cercano
a lo marcial— y un disfrutable encanto melódico hubieran bastado para
asegurarle un puesto de relieve en la historia. Pero la cosa iría a mayores...
una primera y revolucionaria vuelta de tuerca estaba por llegar... ¡y una
segunda, incalificable en su época!
El
trío de cuerda integrado por Daniel Sepec (violín), Tabea Zimmermann (viola) y el
estupendo Jean-Guihen Queyras (violonchelo) rindió a magnífica altura en un
programa que, amén de las obras anteriores, incluyó el Trío para cuerda
del húngaro Sándor Veress (1907-1992) —alumno de Kodáli o Bartók, y preceptor,
entre otros, de Ligeti—: composición de relativo interés, entre lo serial y el
paradigma del folclore centroeuropeo.
LICEO
DE CÁMARA XXI AUDITORIO
NACIONAL DE MÚSICA | SALA DE CÁMARA
JUEVES
14/03/19
Daniel
SEPEC violín, Tabea
ZIMMERMANN viola, Jean-Guihen QUEYRAS violonchelo
© Álvaro César Lara, 2019 - Todos los
derechos reservados
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