Como anticipé en el artículo anterior, me dispongo
en éste a analizar la formación de la burbuja inmobiliaria española. Finalizaré
proponiendo algunas medidas de política económica.
El Euro y la burbuja inmobiliaria:
La
introducción del euro en el proyecto de la UE removió no pocos recelos de los inversores
para invertir en economías menos desarrolladas como la española, lo cual propició
la entrada de considerables flujos de capital extranjero. Tales flujos eran
necesarios para financiar los déficits comerciales típicos de una economía
de perfil importador, pero también sirvieron para alimentar las apetencias de
un sector que desde tiempo atrás venía pegando fuerte: el de la construcción —y, en particular, el de la construcción residencial—. Dicho sector, espoleado a su vez por la política
de liberalización del suelo emprendida por el partido gobernante, emprendió una
senda de crecimiento que requería del concurso del ahorro exterior, puesto que
la capacidad financiera propia no era suficiente. He aquí, pues, la antesala de
la incipiente formación de la tan nefasta burbuja
inmobiliaria.
Uno
de los rasgos característicos de la burbuja fue la acumulación de un elevado volumen
de deuda privada: de los bancos
españoles frente a instituciones extranjeras —porque como hemos dicho no había ahorro suficiente
dentro del país— y de los
promotores inmobiliarios, constructores y familias frente a nuestros bancos,
que no ponían especial reparo en conceder préstamos hipotecarios, al observar
que los precios de los inmuebles que garantizaban sus operaciones subían sin
cesar.
Fue por
entonces cuando se hizo célebre aquella frase de “España va bien”. La economía comenzó a crecer por encima de la
media europea, el paro disminuía, el estado obraba sin estrecheces —la deuda pública se mantenía en niveles discretos,
al tiempo que había superávit presupuestario, garantizado por la mayor
recaudación impositiva—, y el
sector privado recibía los créditos que precisaba: de poco servían las
advertencias de que crecer de esa manera no era saludable; nadie quería oir
hablar de que el sector de la construcción, intensivo en mano de obra, tenía
tanta facilidad para crear empleo de baja cualificación como para destruirlo.
Y nada
o muy poco se hizo por acometer aquellas reformas estructurales de las que tanto oímos hoy, aunque sea en
otro sentido. A la clase política no le interesaba entrar a fondo en algunas
deficiencias estructurales de nuestro sistema económico: entre ellas, la baja
competitividad de nuestro sistema productivo, de la cual no se podía hacer
responsable en exclusiva a las elevaciones salariales, sino también a unos métodos
empresariales y organizativos poco eficientes. Ni tampoco le llamaba la
atención reparar en ciertas facetas mejorables, como la debilidad exportadora,
la discreta calidad de la enseñanza universitaria y su desconexión del mercado
laboral, la eficiencia del estado autonómico, el bajo nivel de inversión en
investigación y desarrollo, la perfectible unidad de mercado, el prolijo
funcionamiento de la administración de justicia o los obstáculos para emprender
nuevos negocios. Y cuánto más grave fue no preocuparse de aquello
cuando ya eran conocidos los impedimentos con los que eventualmente se habría
de topar la política nacional para combatir la inercia de un ciclo económico
desfavorable: me estoy refiriendo a las restricciones derivadas del diseño de
la política monetaria europea, que expliqué en el artículo anterior.
Por todo ello, cuando
estalló la burbuja, el mecanismo de crecimiento explicado operó a la inversa
sobre una estructura económica necesitada de reformas que atenuaran el impacto
de una crisis precipitada desde el exterior sí, pero que de todas maneras no
hubiera tardado mucho en producirse por nuestros propios méritos. Así, el frenazo
de la actividad y del empleo propició una brusca caída de los ingresos tributarios,
que pronto comenzó a manifestarse en el déficit de las cuentas públicas y en la
subsiguiente desconfianza de los mercados de deuda, traducida en la inoportuna exigencia
de suculentas primas de riesgo.
Lo
demás es conocido y sufrido por todos: con la economía en recesión y el gobierno
sin poder echar mano de políticas de estímulo hasta ahora descartadas por
Europa, no quedan más que dos caminos: degradar el estado, echando a perder
gran parte de los avances redistributivos logrados con el esfuerzo de todos, y/o
hacer el ajuste por el lado del sector privado a través de una devaluación interna, esto es, mediante
un descenso de salarios, beneficios y precios que permitiese recuperar
competitividad en el exterior a cambio de rebajar nuestro nivel de vida.
En
cuanto a la situación del sector público, está fuera de discusión que
racionalizar su gasto y disponer de unas finanzas saneadas es más que
conveniente, pero en ausencia de los mecanismos de política económica citados y
en presencia de inversores que desconfían de países que no crecen (inversores
que, además, muchas veces provocan el autocumplimiento de sus propias
perspectivas desfavorables) las cosas se complican mucho. En una economía en la
que, además, el consumo público supone alrededor de un 20 por ciento del PIB,
se necesitan mayores plazos para llevar a cabo el ajuste, y no drásticos sacrificios
que dan cuerda a la siguiente cadena de implicaciones: recorte del gasto
público → caída del PIB → deterioro de los ingresos públicos → subida de
impuestos → deterioro del consumo → nuevo deterioro del PIB. Sobre esto, hay
que hacer hincapié en la suma importancia que tiene la caída del consumo, si
tenemos en cuenta que el gasto de los hogares españoles sobrepasa con creces el 50 por ciento del PIB: es decir, que más de la mitad de la producción total
del país se destina al consumo privado, y si éste cae es difícil que la oferta
–la producción– aumente.
Para
finalizar, después de haber expuesto en este artículo y en el anterior ciertas
claves para comprender el estado actual de las cosas, dejo esbozadas algunas medidas
que podrían mejorar las perspectivas de la economía española:
· Rediseño del papel del BCE: mayor actuación a favor
del crecimiento, política monetaria más expansiva. Compra activa de deuda
pública de países en riesgo. Asunción de mayores tasas de inflación a corto
plazo.
· Mayor integración fiscal: eurobonos o cualquier sistema de avales que permitan acabar con las
primas de riesgo en las deudas soberanas de los países de la zona euro. Con
ello, los inversores tendrían que invertir en bonos de la UE -sin distinción
del país emisor- o en bonos nacionales de solvencia garantizada.
· Mayor integración del sistema financiero:
mecanismos de apoyo directo a la banca y no meros préstamos. Fondo de garantía
de depósitos europeo. En este sentido, la creación del Mecanismo Europeo de
Estabilidad (ESM) parece que podría ir en la buena dirección.
· Políticas fiscales expansivas (aumento del gasto
público, bajada de impuestos) en los países más avanzados de Europa –léase Alemania– que promuevan un crecimiento propio que a su vez eleve precios y salarios para
reequilibrar la competitividad de los países periféricos. De esto comienza a
hablarse ya dentro de la misma Alemania.
· En España: política pública de I+D+i, mejora del
sistema educativo, no más subidas de impuestos ni más recortes de los que se
han llevado a cabo.
En febrero de 2010, Iñaki Gabilondo entrevistaba a J. Almunia, en la extinta TV Cuatro. Le preguntaba por las responsabilidades de la crisis. El rosario de los nombrados, de todos los ámbitos de la sociedad, aparecen unificados por una misma responsabilidad: nadie habría tomado a su cargo el hecho de limitar, restringir, o, mucho menos, terminar con el goce desencadenado, la orgía social del consumo permanente, el disfrute de imaginarse en el mundo del todo-es-posible, sea lo que sea. Daba escalofrío escuchar a quienes tienen el poder ejecutivo, reconociendo tan rotundamente que -igual que en esa otra orgía que es la guerra-, cuando se derriban los diques que contienen a la pulsión (llámese hoy desregulación financiera de los mercados), y la exigencia de satisfacción encuentra el refrendo de su posibilidad, la incitación y el estímulo del Capital y la Política, entonces, el único que va a poder parar esa torrentera pulsional es el desfallecimiento del sistema mismo: el crasch -equivalente del desfallecimiento del órgano cuando se trata del goce en el cuerpo a través del síntoma o la adicción.
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