Muchos, muchísimos discos y retransmisiones ha
escuchado uno con la Wiener Philharmoniker
de protagonista junto a los más conspicuos directores de la Historia.
Grabaciones buenas o muy buenas, referenciales en muchos casos, que nos han
servido de impagable guía para la comprensión de infinidad de obras. Su
ideosincrática elegancia y perfección sonora son señas de identidad de una
formación mítica, cuya dimensión trasciende el fenómeno musical para erigirse
en icono y orgullo de un país. Incluso quienes no sienten ningún apego a la
música clásica saben de la existencia de esa orquesta que todos los años, a
ritmo de vals y de polka, nos da la bienvenida desde una ornamentada sala rectangular
de estética kitsch a la que asisten
bastantes japoneses.
Para cualquier melómano, pues, encontrarse con estos músicos constituye
un codiciado privilegio, máxime si nunca antes ha tenido ocasión de hacerlo. Y
en tanto no haya podido cumplir su sueño, puede caberle la duda de si aquello
realmente será tal como se lo imagina, de si a lo peor un exceso de
mitificación contribuirá en última instancia a defraudarle, y también de si la
orquesta, con permiso de las óptimas cualidades del auditorio madrileño, sonará
con idéntica excelencia una vez alejada de la legendaria acústica de la Musikverein.
Pues bien, desde el mismo arranque del concierto, con la obertura Coriolano de Beethoven certificamos la
sensación de hallarnos frente a algo insólito: ese aquilatado estilo en que la
milagrosa afinación de la cuerda pone las bases de un sonido transparente, terso,
de una muy cálida y radiante perfección, donde todos los instrumentos, al
tiempo que sublimemente conjuntados, pueden apreciarse en su más perfilada individualidad.
Todo lo cual se confirmó, y de qué modo, en el poema sinfónico Muerte y transfiguración, de Richard
Strauss, donde el portentoso dominio orquestal de este autor fue inmejorable
vehículo para el apabullante lucimiento de la Filarmónica. Ejemplo de la idea
que exponemos lo tuvimos en la soberbia intervención del primer violín, tanto
en los bellísimos episodios solistas como dentro del conjunto: siempre se podía
percibir su atractivo aire salonier,
rayano por momentos en un legítimo y seductor decadentismo.
El programa incluía en su segunda parte la grandiosa Sinfonía número 1 de Brahms, compositor
cuya admiración por mi parte va creciendo con el tiempo. Y precisamente admiración,
asombro, deslumbramiento y cuanto de elogioso quiera añadirse, es lo que
entonces presenciamos. Podría realizar al respecto una extensa enumeración de
detalles, pero me basta con señalar el maravilloso fraseo de impronta
beethoveniana del primer movimiento, la insuperable elegancia del Andante sostenuto o la formidable
prestancia de ese tercer movimiento encadenado sin pausa al majestuoso
esplendor de los temas que conforman el cuarto, y que pusieron fin, sin temor
alguno a equivocarme, a la más espeluznante de las interpretaciones en vivo que
de esta obra maestra jamás haya podido degustar.
Incluso hubo más: el director, a la sazón el británico Jonathan Nott —en
el día del lamentable brexit— nos
obsequió con una preciosa versión de la exquisita Danza eslava op. 72 nº2 de
Dvorak (obra que yo no reconocí, si bien, perdiendo la verguënza, me atreví a
preguntarle a la salida a Arturo Reverter, quien amablemente me lo sopló).
Espléndido epílogo éste para una de esas escasas experiencias que alcanzan el culminante
estatus de lo imperecedero.
Wiener Philharmoniker
Director: Jonathan Nott
Obras de Beethoven, Richard Strauss y Brahms
Madrid, Auditorio Nacional, 24 de junio de 2016
© Álvaro César Lara, 2016 - Todos los
derechos reservados
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