Adentrarse en el monumental corpus de
la obra instrumental vivaldiana ha sido un proyecto de muy apetitosa seducción,
si bien reiteradamente postergado al considerar las dimensiones de semejante
desafío. La raíz de este recién culminado trabajo debemos buscarla quizá en mis
primeras adquisiciones de grabaciones del prolífico “Prete Rosso” sin disponer de una guía discográfica satisfactoria,
lo cual condujo a una incómoda dispersión que dificultaba el disfrute
sistemático de sus composiciones. Por otra parte, el hecho de que las diversas
catalogaciones de su obra no fuesen de índole cronológica (a diferencia del
catálogo de Mozart, por ejemplo) constituía un obstáculo añadido, aunque el definitivo
asentamiento del catálogo Ryom [1] contribuyó
a aclarar algo el panorama. Así, era muy difícil manejarse de memoria en
aquellas partituras —la inmensa mayoría— no etiquetadas bajo un determinado
sobrenombre, o directamente programáticas —pensemos sin más en las archifamosas
Cuatro Estaciones—. Y para aún mayor complicación está el hecho de haber sido muy escasas las obras que se
publicaron en su época (para los no iniciados: las que llevan número de opus) y
bajo unas condiciones abusivas por parte de sus editores, que manipularon todo
lo habido y por haber, llegando incluso a atribuirle obras ajenas [2] para
beneficiarse de sus réditos.
El
resultado de esta minuciosa labor ha sido de lo más gratificante. Había un
cierto temor previo, es verdad, de verse superado más por la homogeneidad de
los procedimientos compositivos del veneciano que por el ingente volumen de su
producción [3], pero a lo largo de todo este tiempo he podido constatar con
reiterado asombro de qué modo Vivaldi es capaz de trascender los moldes
formales de que se vale merced a su pasmosa habilidad melódica, a su contrastada
intuición dramática, supremo conocimiento de cada instrumento, bizarro sentido
del ritmo e inagotable capacidad para renovarse de continuo y no aburrir. Se
podría argumentar, en su contra y con cierta base, que su música en ocasiones
se desliza por el terreno de lo previsible, pero tal argumento deja de ser
peyorativo si reparamos en que son la imaginación, refinamiento y clarividencia
que atesora lo que le otorgan ese especial magnetismo, esa inefable cualidad
para musicalizar arrebatadamente desde el impulso más efusivo hasta la más
ensoñadora de las melancolías. Sí, el oyente podrá intuir muchas veces qué
notas van a surgir a caballo de otras, pero eso no impide en absoluto que desee
seguir manteniéndose en su escucha, como si fuera arrastrado por una corriente
de inaplazable necesidad.
Estos
rasgos del proceder vivaldiano experimentan una notable evolución, pues
partiendo de las lógicas influencias de sus predecesores (como Corelli) nuestro
querido músico va a irlas depurando sostenidamente, primero desde una
radicalización de los aspectos de mayor impacto (armonías osadas, ritmos
efervescentes, efectos tímbricos descollantes) que se advierte incluso en los
propios títulos adjudicados a determinadas colecciones: así en el Opus 4 “La Stravaganza” (La extravagancia) o en la colosal cumbre alcanzada
en su Opus 8 “Il Cimento dell´armonia e dell´inventione” (El conflicto entre la armonía
y la invención), obra que incluye las antes citadas Cuatro Estaciones. Y en segundo lugar, este proceso evolutivo
discurre parejo hacia un mayor refinamiento estilístico, apreciado
particularmente en sus últimos conciertos para violín, cuyos movimientos lentos
manifiestan un grado de elegancia y pulcritud aledaño a lo galante.
En sucesivas
entregas iré publicando, por bloques temáticos, lo que viene a constituir una selección
de la totalidad de la música instrumental de Antonio Vivaldi. Tras haber
escuchado cerca de 600 obras, me he propuesto elaborar una completa antología
que resulte útil tanto para quienes deseen introducirse en su catálogo como
para quienes ya estén familiarizados con el mismo o deseen profundizar en
alguna parcela de su interés. Queda fuera de mi análisis la maravillosa música
vocal del maestro, cuya grandeza es felizmente equiparable a la que aquí
traeremos.
Como
en cualquier antología que se precie, he debido sortear diversos escollos. No
ha sido el menor de ellos la recopilación de grabaciones, si bien su moderna
difusión a través de plataformas virtuales facilita una labor que años atrás
hubiera resultado considerablemente ardua. En cuanto al proceso selectivo,
salvadas aquellas partituras de admisión incuestionable, he procurado elaborar
un compendio de las más relevantes a mi juicio o, si se quiere, las que me
parecen más logradas, originales y bellas. Aunque en una obra tan abundante y
de tantísima calidad global, tal conclusión no siempre es evidente, ni siquiera
inmediata: el porqué se queda fuera una determinada composición no responde
únicamente a criterios objetivables, sino al gusto personal del antólogo, que a
su vez puede variar en virtud de múltiples factores, incluso en un breve
período de tiempo. Partir de una interpretación más o menos brillante, por
ejemplo, conlleva el riesgo de dejar de lado piezas que quizá en manos de otros
ejecutantes recibirían un atractivo superior, máxime en la música barroca,
donde no todo está escrito y queda un formidable margen para la improvisación y
fantasía del intérprete: así, podría citar algunos casos de obras finalmente incluídas
en esta antología, las cuales, si me hubiera dejado llevar por la calidad de sus
respectivas grabaciones, no habrían resultado elegidas. Para concluir con esto,
diré que me conformaría con no haber incurrido en alguna omisión que alguien
pueda calificar como grave, por más que este riesgo sea intrínsecamente
inevitable, y como tal lo asumo.
El
inventario es de muy fácil consulta, pues como señalé al comienzo las obras
aparecen encuadradas en listas de bloques temáticos, siguiendo individualmente la
numeración asignada a las mismas en el catálogo Ryom (RV en abreviatura)[1]. Dentro de cada bloque, algunas
aparecen sombreadas en color naranja, tratándose de aquellas que, en su
conjunto, considero merecedoras de una excepcional valoración o atractivo. Lo
cual no obsta para que algún movimiento de las restantes, tomado por separado, sea
asimismo merecedor de dicha consideración; motivo éste por el que advierto del
error que supondría “conformarse” con la exclusiva escucha de las composiciones
sombreadas.
La
primera entrega que ahora publico, alojada en la sección ANTOLOGÍAS MUSICALES del blog, está dedicada a sus conciertos para violín y orquesta, el género abismalmente mayoritario
de su producción, para el que compuso los aproximadamente 230 conciertos que se
conservan. De ellos propongo una selección de 86, de los cuales 19 merecen a mi
juicio la máxima calificación. Para acceder al primer capítulo de la antología, pinchar aquí.
Por
último, quiero dejar constancia del sorprendente hecho de que un compositor
situado indiscutiblemente en el Olimpo de los grandes no fuese apenas
reconocido como tal hasta mediados del siglo XX. Hasta entonces, gran parte de
su obra era prácticamente desconocida, y el necesario afloramiento de su valía corrió
parejo al de la correcta interpretación de su música tanto desde el punto de
vista formal como desde el material, con instrumentos y agrupaciones más
adecuadas a las que tuvo en mente este genial y ubérrimo creador, cuya
excelsitud universal resplandece ahora al fin para nuestra más inestimable y
bienaventurada satisfacción.
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[1] Ryom-Verzeichnis (RV) o catálogo Ryom,
elaborado por Peter Ryom en 1973. Actualmente, bajo la dirección de Federico
Maria Sardelli, sigue incorporando nuevas obras y descartando otras en un
proceso de continua revisión.
[2] La colección de sonatas titulada “Il Pastor Fido”, editada como su Opus 13,
es en realidad obra de Nicolas Chédeville.
© Álvaro César Lara, 2016 - Todos los
derechos reservados
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