En los últimos tiempos no hemos dejado de asistir, en multitud de medios
de comunicación, a una insólita cruzada contra las energías renovables,
acusadas de cuantos males nos acucian en tan intrincado asunto –oscurecido adrede, pudiera pensarse– como es el de la
electricidad.
El argumento esgrimido ha sido el de responsabilizar a las compensaciones –las tan denostadas primas– satisfechas a los productores de tales tipos de energía de
los elevados precios de la electricidad que sufrimos en nuestro país.
Pues bien, para saber con propiedad de lo que
estamos hablando, debemos explicar que con las renovables nos hallamos ante un
claro ejemplo de lo que en Economía se conoce como externalidades, en este caso positivas. Ello significa que hay
ventajas asociadas a la implantación de tal tecnología que el mercado no
detecta, al menos a corto plazo, lo cual supone que hay un precio de partida
que en principio nadie estaría dispuesto a pagar. Dichas ventajas son las
siguientes: además de contribuir decisivamente a la sostenibilidad
medioambiental, las energías renovables (eólica, solar fotovoltaica, termosolar
o eólica marina) fomentan la innovación tecnológica –con su consiguiente
repercusión en un crecimiento de alto valor añadido, tanto en el sector
doméstico como en el exportador, tan de moda–, reducen la dependencia
energética del exterior y además permiten la utilización de las fuentes
tradicionales (térmica, nuclear o hidroeléctrica) de una manera más racional y
eficiente, potenciando su uso en períodos de escasez de las primeras (así, en
períodos de menos sol o viento).
Ello constituye un argumento de justificación
del apoyo que precisa cualquier inversor para involucrarse en una actividad que
requiere de una apreciable inversión inicial, y en la que, además, se produce una
fuerte caída de los costes de establecimiento y una considerable mejora de su
eficiencia a medida que ésta se desarrolla (valgan como ejemplos que el coste de
los módulos solares fotovoltaicos registra desde 2008 una caída superior al 80%,
y que actualmente hay molinos con una potencia 20 veces superior a la de hace
relativamente poco)(1). Es decir, que si un potencial inversor sabe que
comenzar es muy caro y no tan eficiente, pero que después esto deja de ser
rápidamente así, lógicamente preferirá diferir su entrada en el negocio hasta
que éste alcance un estado de madurez superior. O sea, que sin inversión
inicial, cara y poco eficiente al comienzo, la máquina no echa a andar por sí
sola, y por ello se optó en su día por el establecimiento de unas primas al
productor que ahora se han propuesto reducir, incluso retroactivamente,
atentando contra la seguridad jurídica. No parece que sea un buen camino.
A lo cual hay que añadir que el problema de
fondo del llamado déficit de tarifa
–la diferencia entre el coste de producción de electricidad y el precio que
pagan los consumidores por ella– es el reconocimiento oficial, sobre todo a
hidroeléctricas y nucleares, de unos costes de producción muy superiores a sus
costes reales, puesto que semejantes costes reconocidos son los correspondientes
a los precios con los que se retribuye a las centrales de gas y de carbón (2), obviamente más elevados por mor de su menor eficiencia (a este
respecto, se calcula en 2.000-3.000M€ anuales lo que, de media, perciben estas
centrales por encima de la retribución que tenían asignada cuando se
construyeron)(3). De esto último no se habla, ¿por qué será? Que cada
cual saque sus conclusiones.
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(1) y (3) Fabra
Portela, Natalia: ¿Quién teme a las
renovables? En Economistas frente a
la crisis, 25/11/2013. Y, con mayor
profundidad, El sector energético español,
en Papeles de economía española, nº 134.
(2)
Fabra Utray, Jorge: Una reforma eléctrica contra el futuro. En Economistas frente a la crisis, 17/07/2013. Y El sector energético español, en Papeles de economía española, nº 134.
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