La estampida emocional provocada por un
acontecimiento trágico puede suscitar las más dispares reacciones. El proceso
catártico —en la acepción clásica del término— es una de ellas, materializada
en nuestro caso en la apelación a una inquietud creativa más o menos subrepticia.
Es curioso en nuestro autor el recurso a la poesía como exégesis de su dolor,
siendo García Lara asiduo ejerciente de las artes plásticas. Pero no: va a ser
por medio de la redacción poética donde encuentre el cauce idóneo para hacerlo,
aunque en este debut acompañe los poemas con ilustrativas muestras de su variopinta
producción artística. Estudioso del lenguaje como psicoanalista que es, maneja
en su ópera prima literaria un torrente verbal de estirpe clásica, con formas y
modos bien cuidados, en la senda de Lorca o Miguel Hernández. Por otra parte, su
buen trabajo de la forma y el ritmo nos hace sospechar que ha venido
escribiendo desde tiempo atrás, seguramente en una intimidad que al fin ha
tolerado hacer pública.
Y es
que vivir en propia carne la muerte de un bebé es, obviamente, circunstancia
capaz de poner patas arriba cualquier cálculo preestablecido. En este ámbito, cómo
no traer a colación que la obra maestra de Francisco Umbral, «Mortal
y rosa», instigada por la
muerte de su niño, no sólo es una de las obras más estremecedoras de nuestra
literatura, sino que supuso para aquel un viraje estético y vital de primer
orden. La prosa umbraliana, siempre lúcida y punzante, adquirió entonces su
categoría poética máxima.
En
García Lara, por su parte, el fatal acontecimiento promueve una inquisitiva inmersión
en el piélago ignoto de la memoria. La palabra poética se reconoce herramienta —si
bien extraña para alguien que irónicamente llama
a los poemas poesías— dotada de un poder esclarecedor trascendente. Así nos
lo comunica en la primera parte del libro, al identificar a aquella como no cualquier palabra / que sin ser yo tu
dueño / dices mi verdad más honda / más seca / más exacta de claridades. Y
con mayor precisión confirma que solamente desde ella, sentado a su borde, podrá pretender que suene primero / la verdad que más señale, y de tal modo situarse
en disposición de, por sí mismo, escuchar
el texto de mi (su) esperanza.
Ese itinerario
inédito hacia el encuentro con el hijo desaparecido le lleva, en buena lógica,
al desciframiento previo del amor conyugal, de cuya unión aquel nació: en
efecto, “Memoria de tus nombres”, segunda
parte del volumen, constituye la autoconfesión de una vivencia amorosa al
parecer de sentido único, puesto que a
veces / solamente a veces / un hombre ama solo a una mujer / toda su vida.
Asistimos entonces a la reconstrucción memorialística de aquella, con los
interrogantes, vaivenes e insatisfacciones propios del deseo, aun desde la
conciencia inequívoca de la restricción que impone la palabra: si tengo que recurrir a mi memoria de ti /
puedo enamorarme del amor que te tengo. Se trataría, en todo caso, de un
ejercicio ineludible para el autor antes de abordar el asunto central del
libro.
La
tercera y última parte del poemario recoge finalmente la introspectiva crónica de ese
arduo tránsito hacia la memoria del hijo perdido, la cual se inicia con el
testimonio del temprano desenlace de la vida del pequeño (se disolvió tu cuerpo en tu sonrisa rota) y de la única alternativa
admisible de posterior superación (tratar
de buscar en ti / el hijo que no encontré). En ese pórtico de la tortuosa
exploración existencial del infortunio aflora, sin cortapisas, un franco sentimiento
de culpabilidad ante la tardía concepción del niño: yo había forzado / con el amor / la biología de los ritmos y las cadencias.
A continuación, el poema capital “Sin ser
muerte” —en mi opinión el de mayor carga emotiva de la obra— expone el cruel
suceso en largos versos de acendrado aliento elegíaco y contundente poderío
verbal, donde al relato explícito del hecho (Como
el vidrio que mira el invierno desde la madrugada / así empañó el sufrimiento
tu hermosura cristalina) le acompaña una sobrecogedora descripción de la dolencia
que suscita: sentir que lo nunca pensado
será siempre vivido / que el momento anterior ya no hace historia / porque todo
fue siempre presente / y la fuerza que hubo / que ahora es abandono / hace
frenesí de lo que fue calma / y soledad helada lo que fue arrobo.
De
ahí en adelante, el título de cada poema permite ir caracterizando los
sucesivos hitos de un duelo que hacemos con rendida identificación: así “Soledad” (Qué soledad tan devastada la de tu ausencia), “El tránsito” (Vamos / amor /
tenemos que acompañarle / también su tránsito es nuestro), “Memoria infinita”, “Vivir sin ti” (Cómo pensarte
en lo que no fuiste / y recordarte en lo que no hicimos), “Eco de mi llanto”, “Ese desapego” o “Seguir”,
donde alude conclusivamente a esa vida
que empuja a vivir / sin piedad ni consuelo / sólo a quienes nos sabemos
mortales.
En definitiva, se trata de continuar como única emancipación de
lo irresoluble; convivir con la memoria de esa herida que, incardinada en la
memoria, acaso logrará sedimentarse a través de la escritura.
Memoria
infinita
Carlos
García Lara
Ediciones
Letra de Palo, 2017
© Álvaro César Lara, 2018 - Todos los derechos reservados
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