En
un domingo espléndido de noviembre, de un fin de semana felizmente alargado por
la festividad madrileña de la Almudena, asistimos a la exposición sobre
Kandinsky en el antiguo Palacio de Telecomunicaciones de Cibeles, donde encontramos
bastante más público del que cabría suponer, teniendo en consideración el factor puente junto a un magnífico
tiempo otoñal y a un precio de las entradas no especialmente halagüeño. A mí no
deja de congratularme la reiterada gran acogida de estas convocatorias y es que,
tanto como se critica el deterioro cultural de nuestra sociedad, parece
innegable la existencia de un ferviente interés por la cultura, una pujante
necesidad de disfrute con el arte en sus diversas manifestaciones que quizá alguno
estime paradójica, pero que si escarbamos un poco no deja de tener su sentido.
En efecto, en una ciudad como Madrid qué mejor modo de huir del apresuramiento y
de la inmisericorde rutina que asistir a una exposición o al teatro, o participar
del comprometido silencio en una sala de conciertos donde se nos ruega terminantemente
que mantengamos nuestro móvil apagado.
Un público variopinto y familiar, comitivas
de padres, hijos y abuelos, parejas con aire alternativo y acaso menos
extranjeros de lo habitual abarrotan las salas del recinto, la mayoría, eso sí,
encasquetados los auriculares de las audioguías, ese invento zahorí de tan
creciente aceptación en nuestro tiempo. Por mi parte, yo siempre he preferido
acercarme al arte de modo más espontáneo, dejar que me seduzca, que me atrape,
que me reclame detenerme ante tal obra y entonces sí —pero después—
documentarme, leer, investigar: en definitiva, permitir que el conocimiento
alumbre ese primer y fulgurante asombro. Y esto que digo encaja a la perfección
en un artista como Kandinsky, que seduce por la rotundidad de su manejo de la
forma y el color, en ese particular itinerario suyo hacia una progresiva abstracción
que obedece a ciertas reflexiones sistematizadas, promotoras de una búsqueda
sinestésica de la espiritualidad. Camino este que, desde sus primeras obras de infjujo
fauvista, le llevará al cultivo de lo geométrico en la Bauhaus para culminar
con la introducción de elementos biomórficos en la última etapa de su vida.
Más
allá del interés por la obra que vayamos a contemplar, una exposición puede
depararnos además muchas otras sorpresas: sentada en la moqueta frente al gran
lienzo Amarillo-Rojo-Azul, una niña
de unos seis años, con un bolso del que asoman graciosamente un chihuahua de
peluche y un orondo gusano rojo, permanece unos minutos absorta… quién sabe lo
que esta impresión dará de sí más adelante: ¿cabe mejor ejemplo de lo que el
arte es capaz de suscitar?
© Álvaro César Lara, 2015 - Todos los
derechos reservados
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