Si alguna vez
me viese en la improbable tesitura de tener que elegir un repertorio definitivo
para enjuiciar la calidad de una orquesta sinfónica, creo que me inclinaría por
el del clasicismo, y en particular por Mozart. Sea esto o no un disparate, viene
a cuenta del nuevo director titular escogido para la Orquesta Nacional de
España, el más que prometedor David Afkham (Friburgo, 1983), que después de
haber dirigido varias veces a la agrupación en la anterior campaña, comienza a
hacerlo en esta nueva ya oficialmente como tal.
Pues bien, las sensaciones al respecto siguen siendo parecidas a las que
tuve el pasado curso, esto es, que la elección no ha podido resultar más
afortunada. En efecto, el joven músico exhibe unos muy propicios modos de transmisión
del mensaje musical, conjugando felizmente vigor y elegancia, fluidez y
detallismo, respeto a la tradición y humilde fidelidad a los requerimientos demandados
por la partitura. El porte físico le favorece, no vamos a negarlo, con esos
larguísimos brazos batidos con amplitud, pero obviamente la música es la
música, y cuando antes hablaba de elegancia me refería tanto a la física como a
su desenvoltura de fraseo y a una acrisolada plasticidad sonora. Tal último
aspecto, en el concierto que motiva este artículo, se pudo apreciar en la
atractiva exposición de las cualidades más camerísticas de las obras
ejecutadas: en efecto, tanto el Concierto para piano y orquesta nº 20 de Mozart
como la Sinfonía nº 1 de Brahms incorporan bellísimos episodios de
viento-madera y, en el caso del maravilloso andante
sostenuto de la segunda de ellas, también de violín. A propósito de Brahms,
no debemos pasar por alto el simbólico hecho —reclamado por el propio Afkham
como aleccionador modus operandi—, de
haber incluido a comienzos de temporada una composición fruto de tan meditado
proceso creativo, que llevó a su autor a debutar en el género habiendo ya
cumplido los cuarenta.
No poco trabajo por delante tiene, como es natural, el nuevo director,
que públicamente ha manifestado su fijación en el riguroso acervo germánico como
centro neurálgico del edificio, a partir del cual poder ir reforzando aquellas
facetas menos logradas del conjunto. Y aquí es, precisamente, adonde quería ir
a parar antes al referirme a Mozart: en la obra reseñada, uno de los conciertos
más apesadumbrados del salzburgués, la cuerda adoleció de cierta debilidad en varios
pasajes, hecho que restó dramatismo y contundencia a la sobresaliente lectura efectuada
por el formidable pianista noruego Leif Ove Andsnes. Y es que en Mozart es tal
la transparencia y perfección de su escritura que cualquier deficiencia
interpretativa es casi imposible de ocultar.
© Álvaro César Lara, 2015 - Todos los derechos
reservados
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