El proyecto venezolano de integración social de
chicos en situaciones de pobreza por medio de la práctica musical consiste,
resumidamente, en la creación de escuelas de música por todo el país donde la
enseñanza se imparte de manera grupal: es decir, que los niños aprenden a tocar
el instrumento elegido dentro de agrupaciones de alumnos que se van
constituyendo en orquestas infantiles y juveniles. El propósito final de este
modo de proceder –popularmente conocido como “el sistema”, fundado por el profesor José Antonio Abreu allá por
1975 y reconocido con el premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2008– es
que algunos de esos niños puedan algún día conseguir un puesto en ese ansiado “primer equipo”, la Orquesta Sinfónica
Simón Bolívar de Venezuela.
El
paralelismo con el caso del futbol español es acaso tópico, pero se ajusta en plenitud
a la idea de que las cosas aprendidas desde el primer momento con ilusionante
humildad y sostenido esfuerzo colectivo, tarde o temprano rinden frutos en la
vida. Esos niños, sacados a veces de la marginalidad más acuciante, encuentran
en el caso venezolano una oportunidad impagable de escapar de tan lamentable
estado, pero la cosa no queda ahí, pues a la vista –mejor dicho, a los oídos de
un servidor– están los resultados: el arrollador éxito internacional de la
orquesta senior, comandada por su director titular, el admirable Gustavo
Dudamel (Barquisimeto, Venezuela, 1981), trasciende el fenómeno mediático para
constituirse en un hito de excelencia musical logrado a través de un fructífero
método pedagógico.
Gustavo Dudamel |
El
caso de su director es también un feliz ejemplo de que cuando las cosas se
propician con tesón, paciencia y esmero suelen producirse sorpresas que rebasan
las expectativas iniciales: así estos Xavi, Iniesta, Fábregas o Busquets, a los
que podemos imaginar practicando “rondos”
desde chavalines, acompañados de un tal Messi; así éste Dudamel, que en su
infancia jugaba a director con unas figuritas escrupulosamente colocadas que
representaban a los miembros integrantes de una imaginaria orquesta sinfónica.
Dudamel
y Messi –o Iniesta en el caso de la selección, sin ofender a nadie– se nos
antojarían, pues, pináculos de sendos templos erigidos desde sólidos cimientos
y principios estructurales inquebrantables, amén de la constatación de que el
éxito obtenido desde bases firmes y modestas supone la mejor garantía de que
éste no acabará por rebasar a sus protagonistas: de este modo, el joven
director venezolano es consciente de que su liderazgo de las orquestas
Sinfónica de Göteborg y Filarmónica de Los Ángeles no hubiera sido posible sin aquellos
fundamentos recibidos del maestro Abreu en su país natal, y por la misma razón
pienso que decide no desvincularse de la Simón Bolívar, en la que
periódicamente se reencuentra por necesidad con muchos de sus compañeros de
aprendizaje, ahora virtuosos miembros de semejante orquesta.
Si
hoy os hablo de esto es desde la emoción que me produce haber podido asistir el
pasado día 2 de julio al concierto que ofreció en el Auditorio Nacional de
Madrid la excepcional Orquesta Sinfónica Simón Bolívar con Dudamel al frente,
cuya gira europea concluía precisamente en esta ciudad, que los acogió con
desbordante y entregado entusiasmo. En programa, la Tercera Sinfonía de Beethoven, “Heroica”
(recientemente llevada a los estudios de grabación) y la Sinfonía Alpina, de Richard Strauss. Hasta entonces yo no había
tenido posibilidad de escuchar a esta formación nada más que en grabaciones,
siendo mi parecer, de entrada, sobresaliente sin reservas, pero la escucha en
directo creo que excedió a cuanto me esperaba. Los dos acordes iniciales de la Heroica sonaron ya con rotundidad de
gran orquesta, y el primer movimiento (Allegro
con brio) se expuso a tempo no
excesivamente vivo, pero con equilibrada redondez y segura técnica. La
celebérrima Marcha Fúnebre recibió el
dramatismo necesario, con sentido musical y del detalle ciertamente exquisitos:
aquí los contrabajos sonaron a gloria, los episodios solistas brillaron
convenientemente y la orquesta alcanzó los clímax con el poderío que la
partitura exige. Sin duda, sonaba como uno piensa que debe sonar una orquesta
de nivel superior. En el Scherzo siguiente, la prestación de la cuerda que sostiene el marcado ritmo fue de un vigor
fascinante, los tutti de un atractivo
empaste y la intervención solista de las trompas me pareció deslumbrante desde
cualquier punto de vista. Por último, en el Finale
se desgranaron de forma muy bella las diferentes variaciones que marca el texto
hasta su conclusión en un apoteósico cierre, que enfervorizó a un público
inevitablemente catapultado de sus asientos.
En la
segunda parte, como hemos dicho, se ofrecía la Sinfonía Alpina de Richard Strauss. Obra episódica, de temas
musicales recurrentes, movimientos enlazados sin interrupción, voluminosa plantilla
orquestal –incluye órgano e incluso una parte de vientos fuera de escenario– y
plagada de multitud de detalles tímbricos, describe el transcurso de un día en
la montaña, desde antes del amanecer hasta la entrada en la siguiente noche. El
resultado musical fue apabullante: después de la lenta introducción, el tema
inicial estalló en todo su esplendor con una arrebatadora intensidad que se
mantuvo ya a lo largo de los aproximadamente 45 minutos que duró la interpretación,
de la cual no sé qué aspecto me fascinó más: si la perfección de la sección de
cuerda, con una afinación inmaculada y una intervención solista de los violines
antológica; si el brillo de los metales, de una robustez e incandescencia
fulgurantes; si el fraseo del viento madera, de musicalidad refinadísima y
exuberante riqueza cromática; si el portento de la percusión, de un virtuosismo
y contundencia desenfrenados. Y al tiempo, la visión de conjunto no dejaba de
parecer idiomáticamente germánica, mérito sin duda de este director de tan
elegantes maneras –con esos brazos colocados a bastante altura, como planeando
sobre los músicos–, que por cierto llevó a término la sinfonía dejando a la
orquesta suspendida en un maravilloso silencio, algo efectista pero muy eficaz,
que nos dejó atónitos a todos. En fin, que puedo asegurar que fue una de las
mejores versiones que jamás he escuchado de esta obra.
Por
último, después del frenesí de aplausos y felicitaciones, Dudamel se dirigió al
público para mencionar el triunfo de España en la Eurocopa, antes de brindarnos
las habituales propinas marca de la casa: el Danzón nº 2 de Arturo Márquez, con ese sugerente ritmo, tan
envolvente; el Mambo de Leonard
Bernstein, que permitió a la orquesta desmelenarse, tocar de pie, cantar y
bailar, dar vueltas a los instrumentos o ponerse alguna camiseta patria y de la
selección española; y ya para cerrar la velada tocaron una versión de la
canción popular Alma llanera, himno
oficioso de Venezuela coreado por el numeroso grupo de venezolanos asistentes.
En
definitiva, yo exhortaría a cualquier aficionado a la música, ya sea clásica o
de cualquier tipo, que si alguna vez tiene ocasión de acercarse a este conjunto
haga lo posible por acudir, porque a buen seguro se llevará una recompensa que
no dejará de celebrar durante toda su vida.
Mambo / Orquesta Simón Bolívar de Venezuela
Danzón
No. 2 (Arturo Márquez)
Yo también estuve alli y fue espectacular.
ResponderEliminarFantástica descripción del concierto. Se siente la música al leer tus palabras. Increíble.
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