(Artículo publicado el 31 de mayo de 2016 y eliminado por error)
La primavera
madrileña continúa alargando su despedida en esta desapacible y tormentosa tarde
de sábado, con la Villa dividida al tiempo que hermanada por la más candente
expectativa futbolera, sita circunstancialmente en la ciudad milanesa donde se
van a ver las caras los dos principales equipos de la capital.
De un concierto cuyas localidades se agotaron en su primer día de venta
lógicamente ha de esperarse lo mejor. De ahí que la pretensión de acudir a éste
sin entrada adquiera un atractivo singular. Sólo falta por saber en qué medida llegará
afectar la imprevista coincidencia, si el indudable atractivo artístico claudicará
ante la arrolladora fuerza mediática del evento deportivo.
Pues bien, una hora antes del comienzo, la calle del Príncipe de
Vergara, batida por un fastidioso aire, se encuentra prácticamente vacía: algunos
hinchas del conjunto blanco —por aquello del barrio— con sus bufandas y
estandartes ondeando, y poco más: la tarde no invita a paseos ni terrazas, las
armas se velan en la intimidad, que en cualquier caso ya habrá tiempo para
festejos de un color u otro.
Así van pasando los minutos hasta que a las puertas comienzan a dejarse
ver los primeros asistentes, y con más facilidad de lo previsto me hago con una
entrada y accedo al auditorio. Llegar con tanta antelación a los sitios permite
que nos fijemos en detalles en los que de otro modo no repararíamos, que
recorramos pasillos tan solo por entretener el tiempo y leamos con fruición
carteles y programas tanto del propio concierto como de las nuevas temporadas
que comienzan a anunciarse. Por los ventanales del piso superior penetra un contundente
sol, aún con resabios de la tormenta sucedida hace un par de horas, pese que a
lo lejos unos nubarrones enloquecidos anuncian que tal vez la cosa no haya terminado.
Mientras, el escenario en semipenumbra de la sala de cámara únicamente exhibe
la banqueta donde Jean-Guihen Queyras se enfrentará nada menos — ¡ y sin
partitura ! — que al ciclo completo de las seis Suites para violonchelo solo de Bach, esa obra cumbre de la música
universal compuesta por el alemán a una edad relativamente temprana —en torno a
treintena—, la correspondiente a su feliz estancia en la ciudad de Köthen al
servicio del príncipe Leopold.
En alguna otra ocasión he escrito que me interesa mucho la faceta de
Bach alejado del contrapunto, pues revela su grandeza en la creación melódica,
su desempeño en la consecución de la belleza más austera. El violonchelo le
obliga e ello, dadas sus limitadas posibilidades polifónicas, induciéndole a
explorar otras dimensiones. Por otra parte —y esto es algo frecuente en su modus operandi y en el Barroco en
general—, la voluntad de una estructuración coherente de su música
instrumental, que le lleva a insertar cada obra dentro de un ciclo siguiendo un
patrón, creo que presta un buen servicio al espectador e intérprete a la hora
de afrontar la ejecución completa del mismo: en nuestro caso, el ordenar las
obras de la más sencilla a la más compleja nos permite introducirnos en una
senda gradual hacia el máximo disfrute de la composición. Así, las dos primeras
suites —especialmente la Primera— se
nos muestran diáfanas y gráciles, aéreas y juguetonas, cualidades que Queyras
traduce a la perfección, deslizando en ellas algún que otro ornamento, siempre elegante
y sin excesos. Ya la Tercera tiene un
componente más rotundo desde el preludio, un matiz sonoro más carnoso recogido
estupendamente por el magnífico sonido del instrumento (desconozco si se trata
del mismo Gioffredo Cappa que utilizó
en la grabación discográfica). Después, tras las bellísimas allemande y zarabanda, la obra recupera algo del carácter de las precedentes
suites en las danzas de estilo galante (en este caso bourrées) y la conclusiva giga.
Termina aquí la primera parte del concierto.
Después de la pausa regresamos a la sala para escuchar la Cuarta, que quizá sea globalmente mi preferida
—eso a día de hoy, porque nunca se sabe con obras de tal calado—,
magníficamente tocada desde todos los puntos de análisis: profundidad, ritmo,
fraseo, dinámica o estilo. Y por último los grandes escollos de las dos últimas
suites: la más grave e introspectiva Quinta,
favorita de muchos, con esa pátina de melancólica bruma favorecida por la
distinta afinación en un tono más bajo de la cuarta cuerda del instrumento; y
la dificilísima y monumental Sexta,
pensada al parecer para un violonchelo píccolo
de cinco cuerdas, en la que Queyras dictó una verdadera clase magistral de
técnica a partir del preludio, tocado con una intensidad, prestancia y volumen
realmente apabullantes, con esos soberbios agudos que acaso parecieran salidos
de un instrumento intercambiado.
De tal suerte llegamos al término del concierto, del cual salgo al
exterior con la sospecha de estar bastante próximo a algo parecido al síndrome de
Stendhal: una turbadora sensación de irrealidad y estupor tras haber
presenciado semejante sucesión de maravillas.
Jean-Guihen Queyras, violonchelo
Integral de las Suites para violonchelo solo de J.S. Bach
Madrid,
28/5/2016
© Álvaro César Lara, 2016 - Todos los
derechos reservados
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